jueves, 26 de enero de 2012

Quéjase de la suerte - Sor Juana Inés de la Cruz

Quéjase de la suerte: insinúa su aversión a los vicios, y justifica su divertimiento a las Musas.

En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?


Yo no estimo tesoros ni riquezas,
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas


Y no estimo hermosura que vencida
es despojo civil de las edades
ni riqueza me agrada fementida;


Teniendo por mejor en mis verdades
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.




FUENTE
Poesías de Sor Juana Inés de la Cruz”, Antología, México, EMU, 2005,    pp. 20, 21. 


Sor Juana Inés de la Cruz (1651 - 1695)


Ahora, uno de los famosos sonetos de Sor Juana Inés de la Cruz, escritora novohispana del siglo XVII (o el Siglo de Oro). Su obra es muy extensa. Elijo este soneto porque es de mis favoritos; leer a Sor Juana en alguna época de mi vida me llevó a intentar, con bastos fracasos casi siempre, escribir algunos sonetos... sólo logré uno y no cumplió con todas las reglas. Es por eso que la poesía de Juana de Asbaje siempre termina sorprendiéndome, ¿Cómo lograr tanta perfección al escribir, cumplir las reglas y al mismo tiempo ordenar correctamente cada palabra sin que pierda su esencia? Sor Juana Inés de la Cruz supo hacerlo muy bien. Y lo hizo tan bien que aún en nuestra época su obra nos sigue impresionando.

domingo, 15 de enero de 2012

Algo de Silverberg

En esta ocasión publico un fragmento de una de las novelas de uno de los autores que más disfruto leer: Robert Silverberg, escritor estodounidense de ciencia ficción que por fortuna sigue entre nosotros. 
     Debo decir que quizá esta rama de la literatura no es la que más acostumbro leer, de hecho podría casi asegurar que Silverberg fue al primero, en dicha rama, que leí y probablemente el único.
     Con una gran cantidad de novelas, de las cuales únicamente he tenido la oportunidad y la fortuna de leer cinco títulos, Silverberg se ha convertido en uno de mis escritores favoritos. Es como leer algo que alguna vez pude imaginar o  como si en alguna ocasión hubiese pensado como alguno de sus personajes, siempre tan peculiares.
     Lo que a hoy respecta es el inicio de Estación Hawskbill. Silverberg nos sumerge en la Estación Hawskbill, un lugar que el gobierno al mando de Estados Unidos ha creado para envíar a los presos políticos. Entramos en un mundo en el que el hombre puede incluso convivir con los primeras muestras de vida, puede ver el mundo cómo hace millones de años fue, pero no puede alterar la historia, pues la misma evolución de la Tierra se lo impide: gran estrategia para mantener la "estabilidad" y el "orden" de un país... jamás hay prueba de que algo así existe porque con el tiempo todo rasgo es borrado, ¿Cómo comprobar que Barrett vio en vida a aquél trilobite gigante?

     Barrett era el rey sin corona de la Estación Hawksbill. Nadie se lo discutía. Él era quien más tiempo llevaba allí, quien más había sufrido, quien tenía más fortaleza interior. Antes del accidente habría podido dar una paliza a cualquier hombre del lugar. Ahora, claro, era un lisiado, pero aún conservaba ese halo de poder que le daba autoridad. Cuando había problemas en la Estación, se los llevaban a Barrett y él los resolvía. Eso se daba por sentado. Él era el rey.
     Además, vaya reino el que gobernaba. En realidad era el mundo entero, de polo a polo y de meridiano a meridiano, toda la bendita Tierra. Por lo que valiera. No valía mucho.
     Ahora llovía de nuevo. Barrett se levantó con aquel gesto rápido y fácil que le costaba una agonía infinita muy bien disimulada y arrastró los pies hasta la puerta de la choza. La lluvia, el tipo de lluvia que caía en ese sitio, lo ponía tenso e impaciente. El golpeteo constante de aquellas gotas redondas y grasientas contra el techo de chapa de zinc bastaba incluso para sacar de quicio a Jim Barrett. Faltaban todavía mil millones de años para que se inventase el tormento chino de la gota de agua, pero Barrett ya entendía muy bien sus efectos.
     Empujó la puerta con el codo. Desde allí, en la entrada de la choza, Barrett contempló su reino.

     Vio rocas áridas casi hasta el horizonte. Una placa interminable de dolomita pura. Las gotas de lluvia bailaban y rebotaban y salpicaban en aquel bloque continental de piedra lustrosa. Nada de árboles. Nada de hierba. Detrás del sol de Barrett estaba el encrespado mar, gris e inmenso. También el cielo era gris, incluso cuando no llovía.
    Cojeando, Barrett salió a la lluvia.
    Cada vez le resultaba más sencillo manejar la muleta. Al principio los músculos de la axila y del costado se habían rebelado ante la idea de que necesitaba ayuda para caminar, pero habían terminado aceptándolo, y la muleta parecía ahora una simple extensión de su cuerpo. Se apoyó cómodamente, dejando oscilar en el aire el aplastado pie izquierdo.
     Un desprendimiento de piedras lo había atrapado un año antes, durante un viaje a la orilla del Mar Interior. Lo había atrapado y herido. En su mundo, Barrett habría sido llevado al hospital público más cercano, le habrían colocado unas prótesis y todo arreglado: un tobillo nuevo, un arco nuevo, ligamentos y tendones renovados, una masa de fibras de acrílico homogéneas en el sitio del pie dañado. Pero su mundo estaba a mil millones de años de la Estación Hawksbill, y volver a él era imposible. La lluvia lo golpeó con fuerza, haciendo un ruido sordo contra su cráneo, aplastándole el pelo canoso contra la frente. Frunció el entrecejo. Pensativo, se alejó un poco de la choza.
     Barrett era un hombre grande, de un metro noventa y cinco, con ojos oscuros, nariz prominente y un mentón que era un monarca entre méntones. Había llegado a pesar más de ciento veinticinco kilos en su mejor momento, en los viejos tiempos de agitación Arriba, cuando llevaba banderas y gritaba furiosas consignas y escribía manifiestos. Pero ahora pasaba de los sesenta y empezaba a encogerse un poco y la piel se le aflojaba alrededor de los sitios donde habían estado los fuertes músculos. Resultaba difícil conservar el peso en la Estación Hawksbill. La comida era nutritiva, pero le faltaba... intensidad. Después de un tiempo se llegaba a añorar con pasión un filete. Comer guiso de braquiópodos y picadillo de trilobites no era lo mismo.
     Pero a Barrett ya se le había pasado toda la amargura. Ése era otro motivo por el que los hombres lo consideraban el líder de la Estación. Era sólido. No se quejaba No despotricaba. Se había resignado a su destino y toleraba el exilio eterno, de manera que podía ayudar a los demás a superar el difícil y desgarrador período de transición, cuando tomaban conciencia del hecho abrumador de que habían perdido para siempre el mundo conocido.
     Llegó una figura trotando con torpeza bajo la lluvia: Charley Norton. El jruschevista doctrinario de inclinaciones trotskistas, un revisionista de otros tiempos. Norton era un hombre pequeño y excitable que adoptaba con frecuencia el papel de mensajero cuando había novedades en la Estación. Llegó corriendo hacia la choza de Barrett, resbalando y deslizándose por las piedras desnudas, moviendo frenéticamente los codos.
     Al acercarse, Barrett le tendió una mano rolliza.
     -Tranquilo, Charley. ¡Tranquilo! ¡Tómatelo con calma o te romperás la crisma!
     Norton se detuvo con dificultad delante de la choza. La lluvia le había pegado el cabello ralo contra el cráneo, formando un extraño entretejido. Sus ojos tenían la intensidad fija y brillante del fanatismo, aunque quizá no fuera más que astigmatismo. Mientras trataba de recuperar el aliento se tambaleo hasta la puerta abierta, donde se sacudió como un cachorro mojado. Era evidente que había venido corriendo desde el edificio principal de la Estación, a trescientos metros de distancia. Bajo aquella lluvia había sido una carrera larga y peligrosa; la placa rocosa era muy resbaladiza.
     -¿Por qué te quedas ahí en la lluvia? -preguntó Norton.
     -Para mojarme-dijo Barrett entrando en la choza y mirando a Norton-. ¿Qué noticias tienes?
     -El Martillo está brillando. Pronto vamos a tener compañía.
     -¿Cómo sabes que va a ser una remesa viva?
     -El Martillo brilla desde hace quince minutos. Eso significa que están tomando precauciones con lo que envían. Es evidente que nos mandan un nuevo prisionero. Por ahora no hay previsto ningún envío de suministros.
     Barrett asintió.
     -De acuerdo. Iré a ver qué pasa. Si llega uno nuevo supongo que lo pondremos con Latimer.
     Norton soltó una risa áspera.
-Quizá sea un materialista. Si lo es, Latimer lo enloquecerá con todas sus tonterías místicas. Quizá lo podríamos poner con Altman.

     -Y en media hora lo habría violado.
     -No sé si sabes que a Altman ya no le da por eso -dijo Norton-. Ahora, en vez de buscar sustitutos
de segunda, trata de crear una mujer verdadera.
     -Quizá a nuestro nuevo compañero no le sobre ninguna costilla.
     -Muy gracioso, Jim. -A Norton no parecía divertirle la situación. De repente sus ojos brillaron con mayor intensidad-. ¿Sabes qué me gustaría que fuera el nuevo? -preguntó-. Un conservador. Un perfecto reaccionario salido directamente de Adam Smith. ¡Eso es lo que quiero que nos envíen esos cabrones!
     -¿No te conformarías con un camarada bolchevique, Charley?
     -Este sitio está repleto de bolcheviques -dijo Norton-. Tenemos toda la gama, del rosa pálido al escarlata intenso. ¿Crees que no estoy cansado de ellos? Todo el día por ahí pescando trilobites y discutiendo los méritos relativos de Kerensky y Malenkov. Necesito a alguien con quien hablar, Jim. Alguien con quien pueda pelear.
     -Muy bien -dijo Barrett, poniéndose la ropa de lluvia-. Veré qué puedo hacer para sacar del Martillo a alguien con quien puedas discutir. ¿Qué te parece un'objetivista alborotador? -Barrett soltó una carcajada. Bajando la voz, agregó-: ¿Sabes una cosa, Charley? Quizá desde las últimas noticias que tuvimos hubo una revolución Arriba. Quizá la izquierda echó a la derecha del poder, y a partir de ahora no nos enviarán más que reaccionarios. ¿Qué te parece? Supongamos que para empezar nos mandan cincuenta o cien soldados de asalto. Tendrías material de sobra para tus debates económicos. Irían ocupando este sitio a medida que rodasen cabezas Arriba. Aumentarían hasta superarnos en número, y entonces los recién llegados podrían incluso dar un golpe y deshacerse de todos los apestosos izquierdistas enviados aquí por el viejo régimen y...
     Barsett se calló. Norton lo, miraba con inexpresivo asombro, los ojos descoloridos muy abiertos, alisándose convulsivamente el cabello ralo para ocultar la angustia y la vergüenza.
     Barrett comprendió que había cometido uno de los crímenes más atroces de la Estación Hawksbill: había hablado de más. Ese arrebato no tenía ninguna justificación. Lo que hacía más embarazosa la situación era el hecho de que él mismo se hubiera permitido ese lujo. Se daba por sentado que él era el hombre fuerte del lugar, el estabilizador, el hombre de integridad y principios y cordura absolutos en quien podían apoyarse los demás cuando sentían que se descontrolaban. Y de repente era él quien había perdido el control. Mala señal. Volvió a sentir un dolor punzante en el pie muerto; quizá fuera ésa la razón.
     -Vamos -dijo Barrett conteniendo la voz-. A lo mejor ya tenemos allí al nuevo.
     Salieron. La lluvia estaba acabando y la tormenta se trasladaba hacia el mar. Por el este, sobre lo que
un día se llamaría el, Atlántico, el cielo estaba todavía cubierto de arremolinadas volutas de niebla gris. El tono de gris normal que presagiaba tiempo seco. Antes de ser enviado a ese lugar, Barrett había esperado encontrar un cielo prácticamente negro, porque en un pasado tan remoto tendría que haber menos partículas de polvo y la luz no se refractaría lo necesario para crear tanto color azul. Pero el cielo había resultado ser de un beige aburrido. Para eso servían las teorías. De todos modos, nunca había pretendido ser un científico.
     Los dos hombres caminaron hacia el edificio principal de la Estación bajo la lluvia cada vez menos fuerte. Norton se acomodó sutilmente a la renqueante marcha de Barrett, y Barrett, blandiendo con furia la muleta, hacía lo imposible para que sus padecimientos no los obligaran a aminorar la marcha. En dos ocasiones estuvo a punto de perder pie, y las dos veces se esforzó para que Norton no se diera cuenta de ello.
     La Estación Hawksbill se extendía delante de ellos. 

     La Estación ocupaba unas doscientas hectáreas y tenía forma de medialuna. En el centro de todo se levantaba el edificio principal, una enorme cúpula donde se guardaba la mayor parte del equipo y las provisiones de los prisioneros. Flanqueándola a intervalos amplios, brotando de la lustrosa placa rocosa, como enormes y grotescos hongos verdes, se veían las burbujas plásticas de las viviendas individuales. Algunas chozas, como la de Barrett, estaban revestidas con chapas de hojalata que habían rescatado de los envíos de Arriba. Otras no tenían protección, no eran más que plástico desnudo, tal como había salido del estampador.
     El número de chozas rondaba las ochenta. En ese momento había ciento cuarenta presos en la Estación Hawksbill, cantidad casi récord, que indicaba un aumento de temperatura en la escena política de Arriba. Hacía mucho tiempo que la gente de Arriba no se molestaba en enviarles materiales de construcción, así que todos los nuevos que llegaban tenían que compartir vivienda. Barrett y otros cuyo destierro había empezado antes de 2014 tenían el privilegio de ocupar viviendas privadas si así lo deseaban. Algunos hombres no querían vivir solos; Barrett, para conservar su propia autoridad, creía que estaba obligado a hacerlo.
     A medida que iban llegando, los nuevos desterrados se acomodaban con los que vivían solos. Las chozas privadas eran entregadas en orden inverso de antigüedad. A esas alturas, la mayoría de los desterrados que habían llegado antes de 2015 se habían visto obligados a aceptar compañeros de habitación. Si llegaba otra docena de deportados, el grupo de 2014 tendría que empezar a compartir la vivienda. Por supuesto, los mayores iban muriendo, lo que facilitaba un poco las cosas, y había muchos hombres a los que no sólo no les importaba tener compañía en las chozas, sino que la buscaban.
     Sin embargo, Barrett creía que un hombre sentenciado a cadena perpetua sin esperanza de libertad condicional debía gozar del privilegio de la privacidad. Uno de los mayores problemas en la Estación Hawksbill era impedir que los hombres enloquecieran por falta de intimidad. En un sitio como ése la proximidad podía ser intolerable.

     Norton señaló la enorme cúpula de plástico brillante del edificio principal.
     -Está entrando Altman. Y Rudiger. Y Hutchett. ¡Algo sucede!
     Con un gesto de dolor, Barrett aceleró el paso. Algunos de los hombres que entraban en el edificio
vieron la figura corpulenta que venía por el camino rocoso y la saludaron con la mano. Barrett les respondió levantando un brazo macizo. Sentía que crecía la excitación. La llegada de cada hombre nuevo a la estación era un gran acontecimiento, casi el único acontecimiento que ocurría allí. Sin nuevos hombres, no tenían manera de saber lo que sucedía Arriba. Hacía seis meses que no llegaba nadie a Hawksbill, después del aluvión del año anterior. Durante un tiempo habían aparecido cinco hombres por día, y entonces el flujo se había detenido. Sin más novedades. Seis meses sin ningún desterrado: era el intervalo más largo que recordaba Barrett. Habían empezado a sospechar que no enviarían a nadie más a la Estación. Lo cual sería una catástrofe. Nuevos hombres era lo único que separaba a los presos más antiguos de la locura. Los nuevos traían noticias del futuro, noticias del mundo que ellos habían dejado atrás para toda la eternidad. Y contribuían con la interacción de nuevas personalidades en un grupo cerrado que siempre estaba en peligro de anquilosarse.

     Por otra parte, Barrett tenía conciencia de que algunos de los hombres -entre los que él no se contaba- vivían con la ilusa esperanza de que la próxima persona que llegase fuera una mujer.
     Por eso acudían todos al edificio principal, para ver qué ocurriría cuando el Martillo empezara a brillar. Barrett renqueó bajando por el camino. Cuando llegaron a la entrada terminaron de caer las últimas
gotas.
     Dentro del edificio, sesenta o setenta residentes de la estación se apiñaban en la cámara del Martillo: casi todos los hombres del lugar en condiciones físicas y mentales de mostrar alguna curiosidad por un recién llegado. Mientras Barrett avanzaba hacia el centro del grupo, lo fueron saludando a gritos. Barrett asentía, sonreía y desviaba las preguntas con gestos amistosos.
     -¿Quién va a ser esta vez, Jim?
     -Tal vez una muchacha, ¿verdad? De unos diecinueve años, rubia, con un cuerpo...
     -Espero que sepa, de todos modos, jugar al ajedrez estocástico.
     -¡Mira el brillo! ¡Está aumentando!
     Barrett, como los demás, miró el Martillo, y advirtió el cambio que se estaba produciendo en la gruesa columna que era el dispositivo de viaje temporal. La compleja e intrincada colección de instrumentos insondables ardía ahora con un color rojo cereza, anunciando el paso de quién sabe cuántos kilovatios bombeados por los generadores en el otro extremo de la línea, Arriba. Hubo un silbido en el aire; el suelo retumbó un poco. El brillo se había extendido ahora al Yunque, la ancha placa de aluminio sobre la que caían todos los cargamentos del futuro. En otro instante...

     -¡Condición Carmesí! -gritó alguien-. ¡Ahí viene!



FUENTE
Silverberg Robert; Estación Hawksbill, Capítulo 1, España, 2000; Plaza Janés; pp. 11 - 20.

miércoles, 11 de enero de 2012

Boca de llanto - Jaime Sabines




Boca de llanto, me llaman
tus pupilas negras,
me reclaman. Tus labios
sin ti me besan.
¡Cómo has podido tener
la misma mirada negra
con esos ojos
que ahora llevas!

Sonreíste. ¡Qué silencio,
qué falta de fiesta!
¡Cómo me puse a buscarte
en tu sonrisa, cabeza
de tierra,
labios de tristeza!

No lloras, no llorarías
aunque quisieras;
tienes el rostro apagado
de las ciegas.

Puedes reír. Yo te dejo
reír, aunque no puedas.



  
FUENTE
“Antología Poética, Jaime Sabines”, Selección de Pilar Jiménez Trejo, México, Documento electrónico, p.227.


Jaime Sabines, poeta mexicano del siglo XX. 
Para cualquiera que gusta de la poesía existen poemas que se convierten en clásicos para uno mismo. Confieso el día de hoy que eso mismo me ha sucedido con respecto al que publico en esta ocasión. Y es que, cómo no, desde mi adolescencia obtuve un gran gusto por escribir, claro que lo que entonces hacía resulta no ser de mi agrado actualmente. Suele pasar que alguien hace como que escribe sin haber leído gran cosa. 
En mi primer año de bachillerato, ya con un altísimo grado de interés hacia la literatura y con enormes ganas de aprender sobre ello, tomé como optativa el Taller de Poesía que se impartía en la escuela: ¡Mira qué enormes sorpresas! fue como dí con este poeta. 
Sin duda este poema se convirtió en algo especial para mí, digno de encontrarse a la cabeza de mi antología poética personal, la cual siento que jamás será terminada si sigo escarbando entre los libros de poesía.

viernes, 6 de enero de 2012

El camino a casa – Franz Kafka

     ¡Se ve la fuerza de convicción del aire después de la tormenta! Aparecen mis méritos y me dominan, aunque tampoco me resisto.
    Marcho y mi ritmo es el ritmo de esta acera de la calle, de esta calle, de este barrio. Soy responsable, y con razón, de todos los golpes contra las puertas, contra las tablas de las mesas, soy responsable de todos los brindis, de todas las parejas en sus camas, en los andamios de las nuevas construcciones, apretadas contra la pared en las oscuras callejuelas, en las otomanas de los burdeles.
    Aprecio mi pasado en detrimento de mi futuro; aunque encuentro excelentes ambos, no puedo otorgar primacía a ninguno, y sólo debo censurar la injusticia de la providencia que tanto me favorece.
    Sólo después de entrar en mi habitación me torno algo pensativo, aunque sin haber encontrado nada durante la subida de las escaleras que me pareciera digno de ser pensado. No me ayuda mucho que abra la ventana del todo y que aún se toque música en un jardín.



FUENTE
Kafka, Franz; “El camino a casa”, en Cuentos completos; Madrid, 2004; Valdemar; p 61.