»Mirad - diría -,
hace mil millones de años no había ni un hombre, sólo un pez. Una cosa
resbaladiza con agallas, escamas y ojillos redondos. Vivía en el océano, y el
océano era como una cárcel, y el aire era como un tejado encima de la cárcel.
Nadie podía atravesar el tejado. «Si lo atraviesas, morirás» decía todo el
mundo. Y llegó este pez, que lo atravesó, y murió. Y luego llegó aquel otro
pez, que lo atravesó y murió. Pero hubo otro pez, que lo atravesó, y fue como
si su cerebro ardiera, y las agallas le estallaran, y el aire le ahogaba, y el
sol era una antorcha en sus ojos, y estaba allí, tendido en el barro, deseando
morir, pero no murió. Se arrastró playa abajo, volvió al agua y dijo: «¡Eh, ahí
arriba hay todo un mundo nuevo». Y volvió a subir, y se quedó tal vez dos días,
y luego murió. Y otros peces se hicieron preguntas sobre ese mundo. Y se
arrastraron hacia la orilla lodosa. Y se quedaron. Y aprendieron a respirar
aire. Y aprendieron a erguirse, a caminar, a vivir con la luz del sol en los
ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en otras cosas, y
caminaron durante millones de años, y empezaron a erguirse sobre las patas
traseras, y utilizaron las manos para agarrar cosas, y se convirtieron en
monos, y los monos se fueron haciendo más inteligentes, y se convirtieron en
hombres. En todo momento, algunos de ellos, al menos unos pocos, siguieron
buscando nuevos mundos. Les dices: «Volvamos al océano, seamos peces de nuevo,
así es más fácil». Y quizá la mitad de ellos están dispuestos a hacerlo, quizá
más de la mitad, pero siempre hay alguno que dice: «No seáis locos. No podemos
volver a ser peces. Somos hombres». Así que no regresan al mar. Siguen
subiendo. E inventan el fuego, las hachas, las ruedas y hacen carros, y
casas, y ropa, y luego barcos, y coches, y trenes. ¿Por qué suben? ¿Qué quieren
encontrar? No lo saben. Algunos de ellos buscan a Dios, y otros buscan poder, y
otros, simplemente, buscan. Dicen: «Hay que seguir adelante, si no, mueres». Y
entonces van a la Luna, y van a los planetas, y siempre hay otros que dicen:
«Se estaba bien en el océano, todo era más fácil en el océano, ¿qué hacemos
aquí? ¿Por qué no volvemos?». Y unos cuantos tienen que decir: «No volveremos,
seguiremos adelante, eso es lo que hacen los hombres».
Robert Silverberg.
La torre de cristal [Traducción al español de Cristina Maciá].
México: Roca, 1991.
pp. 66-67.